Estas cosas tienen que tener nombres en inglés, si uno quiere venderlas. Hubiera querido llamarlo SBS, es decir Smell Broadcast System, pero Canalizo opinó que podría prestarse al juego de palabras como Smell Bull Shit y que, acaso, era una sugerencia nada más, no sé qué opines, podría llamarse Smellville, como un homenaje a Supermán. No me interesa Supermán y no entendí nada de lo que dijo Canalizo. Pero en vez de ir a verlo para firmar un contrato para hacernos ricos, me quedé en la recámara con La Rimel. Estábamos enganchados a la televisión. Poníamos una y otra vez la imagen de Wynona inclinándose a Angelina y besándola y nos entraban unas ganas incontrolables de tocarnos. Luego, nos gustaba alterarnos con Bin Laden festinando la caída de las Torres Gemelas. Eran unos escalofríos demenciales. Y terminábamos con el corazón partido de un cadáver de Gil Grissom despidiendo lavandas, resinas de eucaliptos, y jengibre. Dormíamos con la pausa y despertábamos para seguir oliendo. No contesté el teléfono en días. Hasta que una tarde agotados de feromonas, adrenalinas, y endorfinas, el olor se terminó. Insulté al decodificador. Exprimí las bolsas de perfumes. Necesitábamos más. Nuevas sensaciones.
Fue entonces que Canalizo volvió a escucharme sonriendo de lado mientras yo, con los ojos inyectados, con calor en las orejas, le rogaba me diera más olores para mi televisión. Ya no importaba lo que viéramos, le dije, sino el deseo, el miedo, la tranqulidad que pudiéramos inhalar. Canalizo se tomó la parte trasera del oído y se exprimió algo que después olió. No hizo gesto alguno. Sólo murmuró:
—Y tú que creías que eso era la verdad.
—¿Qué? —le respondí mientras le tomaba el cuello entre mis manos.
Y me dio lo que restaba de fermomonas, destiladas de una tanga de La Rimel, adrenalina, y sus seis tipos de olores. Pasé el resto de la semana enganchado a la televisión hasta que comenzó a perder su efecto. Los olores ya no nos sorprendían. La Rimel bostezaba y prefería dormir. Yo mismo ya no sentía el golpe del olor inicial, se había convertido en una atmósfera de la recámara que flotaba, inepta, por el aire. Viendo a La Rimel dormida le llamé a Canalizo.
—No puedo aumentar las dosis. Atraerían a los insectos, ¿recuerdas? Lo que puedes probar es infringirte dolor. Pídele a tu mujer que te martille un pie. El dolor aumenta la percepción del olor. Dolor, olor. Por algo tienen que rimar.
Y lo hicimos, por supuesto. Ella me cortó un muslo y yo le quemé la punta del meñique. El efecto era inmediato pero duraba poco. La intensidad se recobraba tan sólo para ceder al dolor necio de nuestras heridas. Con moretones, cortadas, quemadas, La Rimel y yo nos dimos por vencidos. Apagamos la televisión.
Esa noche mi mujer y yo nos vimos obligados a hablar. Y sucedió lo que siempre ocurre cuando alguien recuerda lo que he dicho antes, sin querer, sin esperar la consagración. La Rimel recordó: “¿Pero no fuiste tú el que dijo que amar era pensar que alguien es más importante que ver la televisión?” Cerró la maleta y me abandonó.