Dejé a mis padres apestando a soledad
cuando más necesitaban una luz ajena
para reconocer las variaciones de los días.
Dejé a la mujer que me entregó,
en bandeja de eternidad, su estrella palpitante;
abandoné a mis hijos
antes de que fueran engendrados.
Dejé la redención, al dios y al diablo
(se quedaron, los pobres,
mendigando un poco de confianza,
cayendo juntos al vacío);
y me dejé también a mí
(no tuve compasión
ni de mi sangre fracturándose en mi cuerpo
ni de mis lágrimas filtrándose en la nada)
cuando, sin que ella hubiera dicho: “sígueme”,
fui tras de sus ojos,
admirando la perfección de su indiferencia.